III
Nunca osó decirle “Te amo”. No era por miedo al rechazo o al ridículo. Era, ciertamente, por un indefinible temor a que ella le regalara un “Yo también te amo”. Lo anclaba un deseo, acaso atávico, de morir por culpa de un amor no correspondido.
XXII
Al descubrirlos en la cama no pensó más que en matarlo. Y matarla. No se atrevió. Con el tiempo la fue ganando la idea de matarse. El coraje no le vino en dosis suficientes. Finalmente eligió a la más heroica y dulce de las muertes: perecer de amor.
En su tumba creció un rosal amarillo. Quienes visitan asiduamente el cementerio aseguran que alguien, un hombre o una mujer indistintamente, arrancan una rosa cada otoño.
En el barrio corre la leyenda de que esa rosa amarilla se torna carmesí y quien huela su seductora fragancia sufrirá eternamente enamorado...
XLV
Los martes a las 9 de la noche. De tanto verse en ese lugar y a esa hora, la circunstancia era como una cita obligada. El pedía un agua tónica y ella se la traía, solícita, en la bandeja. Apenas si cruzaban sus miradas, un “¡Hola!” y un “Hasta el martes que viene”.
La carcomía la curiosidad de saber qué motivaba a ese señor de traje y corbata, tan fuera de lugar en esa ruidosa confitería, la necesidad de sentarse en esa mesa, siempre solo, siempre melancólico.
Él sabía que jamás se atrevería a declararle su amor. Al menos, cada martes, con un sorbo de agua tónica burbujeando en su paladar, podía disfrutar de sus largas piernas y de sus ojos negros.
Un martes de enero, él falto a la cita. Otro parroquiano, también pescador de almas solitarias, le musitó a la mesera lo que ella necesitaba escuchar.
Él continúa con sus martes de agua tónica. Ella no trabaja más en la confitería.
Sergio Soler